martes, 21 de noviembre de 2017

Sólo el amor nos salva



En un libro de crónicas que los padres jesuitas dejaron como evidencia de que los hombres que habitaban las indias eran gente pensante y humana, existe una historia que a más de uno dejó anonadado. Observaron, cuando avanzaban en la conquista de los pueblos mesoamericanos, una estela gigante donde encontraron a más de una decena de personas que rodeaban a una pareja que lloraba y que juntos se abrazaban a una piedra labrada.

Tiempo después, cuando pudieron masticar la lengua de los nativos, uno de los padres le preguntó a un indio si recordaba el momento en el que fueron encontrados por los españoles. El rostro del indio entristeció y su corazón se estremeció y de sus ojos brotaron lágrimas. Calmo su llanto cuando el cura le pasó un códice donde se retrataba una estela.
Secó sus lágrimas con un pedazo de tela que llevaba bajo el cinturón de su vestimenta y dirigiendo su mirada al español pronunció las siguientes palabras:

 Te diré como ocurrieron las cosas que me pides en tu lengua, y ojalá tu dios te permita entender que nosotros somos hijos de otros dioses hermanos.

 Un día anterior al que nos encontraron llegó un niño que venía sangrando de los pies, con moretones en su rostro. Las personas que le vieron lo llevaron con nuestro guía, con nuestro curador. El niño venía muy desangrado, fue un indio, como dicen ustedes, valiente. Antes de que sus ojos se apagaran dijo: huyan gentes que hombres que jamás había visto entre nosotros fueron desatados para llevarnos al mictlan, al inframundo, nadie tiene entierro, nadie muere como se debe, las cabezas las desprenden de nuestros  cuerpos para estar aquí y allá perdidos. No son los dioses, son los perros los que andan sueltos.

El sacerdote después de cerrar los ojos del niño dijo con lágrimas en los suyos, escuchen a este mensajero, huyan, suban árboles, piérdanse en la maleza, no dejen rastro.

Esa noche busque mujer entre mi gente, yo a ella la veía desde tiempo atrás cuando lavaba en el río, sus ojos eran del color de las plumas de quetzal, su cabello largo y negro como la noche, su boca era hermosa, no había visto a nadie con esa sonrisa, sus labios eran gruesos, cuando la observaba escondiéndome detrás de la platanera, me imaginaba cuantas veces besaría su boca, cuántos niños tendrían esa boca.  

 Un día me sorprendió y me dijo gritando que si siempre estaría detrás de esos árboles, llegaría el día en que alguien con más valor se la llevaría.

 Ese día que ocurrió lo del niño fui con el sacerdote y me dijo que no me podía ayudar ni tampoco acompañar y, entonces, señaló la pirámide que vigila el pueblo desde lo alto. Me dijo con compasión, allá está lo que nos dejaron las primeras gentes, lo que escucharon de nuestros dioses-padres.

Fui a la casa de mi mujer y me acompañaron mis padres y mis hermanos. Su padre salió y detrás de él venía ella, con una manta blanca que le cubría todo su cuerpo, su rostro estaba descubierto, sus labios carnosos brillaban y sus ojos asomaban una luz que sólo he visto en la luna que gobierna la noche.
Nos dirigimos veinte gentes a la pirámide, allí seríamos ante los ojos de los demás uno solo, compañero y compañera.
Estábamos bajo la sombra de una estela, la más importante de todas, la que las primeras gentes labraron a mano utilizando obsidiana y jade para dar el mensaje que los dioses dijeron a los primeros padres. En la estela se puede leer:

Lo único que nos salva es el amor.
Ama y nadie te olvidará
Ama y vivirás.

Cuando los tuyos nos encontraron, habíamos terminado de decir nuestras promesas. Mi mujer partía en llanto y gritaba desesperadamente, ¿Por qué no me lo pediste antes? ¿ por qué estuviste tanto tiempo tras los matorrales? No tenía como calmar a mi mujer, yo también lloraba porque tenía razón, fui un tonto. Si hubiese tenido un poquito más de valor para decirle como me encantaba como se deslizaba su cabello sobre sus hombros cuando se inclinaba para tomar agua del pozo, como saboreaba de antes colgarme de sus labios y como añoraba limpiarle el sudor con mi pedazo de manta cuando recogía leña, de las ganas que tenía de rozar sus manos mientras sembraba.
 Lo único que me salió decirle desde mi alma fue: no seas tonta mujer, que nos hemos salvado desde que los dioses nos miran, desde que sus corazones nos acompañan porque amar es estar con el otro, es abrazarlo con el alma para combatir el espasmo del sueño profundo en el que caen los que se van.

Cuando los tuyos nos separaban a punta de golpes lo último que pude decirle fue: yo te amaba a mi modo, a escondidas, al admirarte, al desearte, al pensarte. Te amo desde antes de esto porque amo mi vida, amo vivir y te amaba a ti porque apareciste en mi camino que tránsito por aquí.

Después de esa tarde de fuego en el cielo y de un sol rojo que se veía al atardecer nunca la volvía  a ver, que si recuerdo cuando nos encontraron, claro que si cura, todos los días, porque desde ese día trato de encontrarle sentido a eso que llaman amor al prójimo y cuando recuerdo lo que me hicieron, el desierto en mis ojos crece.

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