En un libro de crónicas que los
padres jesuitas dejaron como evidencia de que los hombres que habitaban las
indias eran gente pensante y humana, existe una historia que a más de uno dejó
anonadado. Observaron, cuando avanzaban en la conquista de los pueblos
mesoamericanos, una estela gigante donde encontraron a más de una decena de
personas que rodeaban a una pareja que lloraba y que juntos se abrazaban a una
piedra labrada.
Tiempo después, cuando pudieron
masticar la lengua de los nativos, uno de los padres le preguntó a un indio si
recordaba el momento en el que fueron encontrados por los españoles. El rostro
del indio entristeció y su corazón se estremeció y de sus ojos brotaron
lágrimas. Calmo su llanto cuando el cura le pasó un códice donde se retrataba
una estela.
Secó sus lágrimas con un pedazo
de tela que llevaba bajo el cinturón de su vestimenta y dirigiendo su mirada al
español pronunció las siguientes palabras:
Te diré como ocurrieron las cosas que me pides
en tu lengua, y ojalá tu dios te permita entender que nosotros somos hijos de
otros dioses hermanos.
Un día anterior al que nos encontraron llegó
un niño que venía sangrando de los pies, con moretones en su rostro. Las
personas que le vieron lo llevaron con nuestro guía, con nuestro curador. El
niño venía muy desangrado, fue un indio, como dicen ustedes, valiente. Antes de
que sus ojos se apagaran dijo: huyan gentes que hombres que jamás había visto
entre nosotros fueron desatados para llevarnos al mictlan, al inframundo, nadie
tiene entierro, nadie muere como se debe, las cabezas las desprenden de
nuestros cuerpos para estar aquí y allá
perdidos. No son los dioses, son los perros los que andan sueltos.
El sacerdote después de cerrar
los ojos del niño dijo con lágrimas en los suyos, escuchen a este mensajero,
huyan, suban árboles, piérdanse en la maleza, no dejen rastro.
Esa noche busque mujer entre mi
gente, yo a ella la veía desde tiempo atrás cuando lavaba en el río, sus ojos
eran del color de las plumas de quetzal, su cabello largo y negro como la
noche, su boca era hermosa, no había visto a nadie con esa sonrisa, sus labios
eran gruesos, cuando la observaba escondiéndome detrás de la platanera, me
imaginaba cuantas veces besaría su boca, cuántos niños tendrían esa boca.
Un día me sorprendió y me dijo gritando que si
siempre estaría detrás de esos árboles, llegaría el día en que alguien con más
valor se la llevaría.
Ese día que ocurrió lo del niño fui con el
sacerdote y me dijo que no me podía ayudar ni tampoco acompañar y, entonces,
señaló la pirámide que vigila el pueblo desde lo alto. Me dijo con compasión,
allá está lo que nos dejaron las primeras gentes, lo que escucharon de nuestros
dioses-padres.
Fui a la casa de mi mujer y me
acompañaron mis padres y mis hermanos. Su padre salió y detrás de él venía
ella, con una manta blanca que le cubría todo su cuerpo, su rostro estaba
descubierto, sus labios carnosos brillaban y sus ojos asomaban una luz que sólo
he visto en la luna que gobierna la noche.
Nos dirigimos veinte gentes a la
pirámide, allí seríamos ante los ojos de los demás uno solo, compañero y
compañera.
Estábamos bajo la sombra de una
estela, la más importante de todas, la que las primeras gentes labraron a mano
utilizando obsidiana y jade para dar el mensaje que los dioses dijeron a los
primeros padres. En la estela se puede leer:
Lo único que nos
salva es el amor.
Ama y nadie te
olvidará
Ama y vivirás.
Cuando los tuyos nos encontraron,
habíamos terminado de decir nuestras promesas. Mi mujer partía en llanto y
gritaba desesperadamente, ¿Por qué no me lo pediste antes? ¿ por qué estuviste
tanto tiempo tras los matorrales? No tenía como calmar a mi mujer, yo también
lloraba porque tenía razón, fui un tonto. Si hubiese tenido un poquito más de
valor para decirle como me encantaba como se deslizaba su cabello sobre sus
hombros cuando se inclinaba para tomar agua del pozo, como saboreaba de antes
colgarme de sus labios y como añoraba limpiarle el sudor con mi pedazo de manta
cuando recogía leña, de las ganas que tenía de rozar sus manos mientras
sembraba.
Lo único que me salió decirle desde mi alma
fue: no seas tonta mujer, que nos hemos salvado desde que los dioses nos miran,
desde que sus corazones nos acompañan porque amar es estar con el otro, es
abrazarlo con el alma para combatir el espasmo del sueño profundo en el que
caen los que se van.
Cuando los tuyos nos separaban a
punta de golpes lo último que pude decirle fue: yo te amaba a mi modo, a
escondidas, al admirarte, al desearte, al pensarte. Te amo desde antes de esto
porque amo mi vida, amo vivir y te amaba a ti porque apareciste en mi camino
que tránsito por aquí.
Después de esa tarde de fuego en
el cielo y de un sol rojo que se veía al atardecer nunca la volvía a ver, que si recuerdo cuando nos
encontraron, claro que si cura, todos los días, porque desde ese día trato de
encontrarle sentido a eso que llaman amor al prójimo y cuando recuerdo lo que
me hicieron, el desierto en mis ojos crece.